Papi se nos fue en el 2025.
Pudo haber sido sobrellevado, pero la vida tiene ocasiones en las que hace sus
propios planes, no los tuyos. Y en medio de todos los cambios, tocó enfrentar,
una vez más, muchos encuentros en hospitales. Muchas preguntas médicas. Mucha
oración para que sucediera un milagro.
En todos los aspectos, físico y mental, el primer
trimestre del veinticinco fue abrumador. Sobrellevando mucho más de lo esperado
y sin una brújula exacta de cómo hacerlo.
Llega un punto en el que, cuando te han tocado tantas
despedidas bruscas, el corazón se acostumbra. Y lo más temible de esa sensación
es que te deja preparado para esperar siempre lo peor, sin importar las
circunstancias. Es muy difícil seguir tu camino de esa forma, más cuando tu
naturaleza ha sido buscar el agradecimiento en todo. Y de repente, desconoces
ese sentir y no sabes dónde ni cómo volver a él.
Los meses subsiguientes pasaron. Ni más ni menos. Las
ganas en freno. Las responsabilidades no. Te toca seguir cumpliendo. Responder
preguntas que antes eran simples, cuando hoy enfrentar un “¿cómo estás?” puede
sentirse como un examen al que llegas sin haber estudiado.
El 2025 conoció un aspecto silencioso y sombrío de mí que
no sabía que podía existir. Sentí duramente el miedo de que el resto de mis
días fueran siempre así.
Pero vuelvo a la frase mencionada anteriormente: la vida
con sus propios planes. Y es en agosto cuando me regala una pausa. Una
distancia. Un soplo de respiro con el mar cerca. Un cambio de horario que fue
un almíbar para conciliar el descanso mental. Me permitió, por momentos, volver
a sentir agradecimiento puro. Decirlo y sentirlo.
Retomé algo de ganas, las suficientes para no dejar pasar
el momento. Y aquí estamos: algunos días más fáciles que otros, pero buscando
siempre la forma de cuidarme. No solo por mí, sino por las muchas razones que
tengo para estar bien, incluyendo quererme a mí misma y disfrutar estar.
Septiembre me regaló la risa más pura que le he escuchado
a mi mamá. También me mostró lo bonito que es sentir el amor y el apoyo de una
hermandad capaz de moverse para ser terapia unas para otras.
Octubre me trae su constante solemnidad: celebrar a quien
es refugio y equipo.
Llega noviembre y me sube al cuarto escalón de la vida.
El pavor que sentía ante este hito era mucho. Sin embargo, ha sido una de las
sorpresas más bonitas. He recibido la nueva década como la oportunidad de dejar
atrás lo que sobra, con ánimo de sentir fuerza y la esperanza de volver a
experimentar algo parecido a la plenitud dentro de nuestra realidad.
Hay algo muy revelador y extraño que se siente con los
40. Estás a la mitad del camino, y eso trae reflexión.
Es de ellos que tomo su mano. Bailo, abrazo, lloro, río
y, más que todo, agradezco.
2026, dicen que tienes las características de ser
transformador. Si lo eres, que sea para convertir el mal en bien, el temor en
fe y los momentos difíciles en fortaleza.
Yo seguiré tratando de mirar el cielo y sonreír, buscando
el salpique del agua salada que me cura. De tomar las herramientas que la
tecnología nos trae, no para sustituir, sino para acompañar y ser mejor.
De ir un día a la vez, hasta que nos volvamos a encontrar
y nos toque repasar los meses, una vez más.
Finalizo con la frase que fue motor en este año tan
complejo. Que me acompañó por sorpresa en la llegada brillante de los cuarenta
y que hoy representa mi sentir: podemos ser como fragmentos de vidrio roto y,
aun así, construir una bola de disco que brilla en su entorno.
Que nunca nos falte la capacidad de ser parte de lo bueno, en la historia de alguien que tuvo un año difícil.
