miércoles, 29 de enero de 2014

Cada día es diferente.

Cada día que me levanto es sin saber como estaré de ánimo. Trato de que sea el fuerte, el de recordar lo bonito y el de repetirme constantemente que hay que seguir. Que el camino no se detiene, y la vida menos.

Muchas veces lo logro. Lo que he aprendido de esta dura experiencia es que el dolor no se va porque el tiempo pasa. Se hace parte del día a día. En ocasiones ni lo sientes porque ya te acostumbraste. Hay otras que se escabulle en un momento inesperado y revives en un instante todo el proceso: desde la noticia a tu reacción. Desde el momento en que no lo crees hasta que te das cuenta que no hay más remedio que aceptar su realidad. Y lloras, porque es la emoción por la cual fluyen los sentimientos sin más explicación que lágrimas silenciosas.

Anteriormente, ya había perdido a personas que he amado con todo mi corazón. Y con su adiós, fue que conocí esto de lidiar con despedidas de este tipo. Pero hay algo muy distinto a lo que he vivido previamente. Fueron personas que se me fueron por razones naturales y a una edad avanzada. Los disfruté, los pude ver vivir a plenitud. Experimenté todo su amor, sus lecciones y sus errores. Todavía los extraño de un modo que también me permite dejar descansar sus almas y esperar en fe que ya no sufren.

Es esto de perder a alguien de una manera inesperada y cruel que hace que todo sea diferente. Hay veces que la cabeza lo entiende y el corazón no. Hay otras que el corazón acepta y es entonces la mente que se empeña en buscarle lógica. Cada día es diferente.

Y al parecer, esta semana es de las que toca derrumbarme. Por eso lloro sin ponerme freno. Y escribo, porque es la vía aliada para sacar lo que siento. Pero un vocabulario no da para extraer un dolor de este tipo. Creo que el tiempo tampoco.

Es adaptación.

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