Cada día que me levanto es sin saber como estaré de ánimo. Trato de que
sea el fuerte, el de recordar lo bonito y el de repetirme constantemente que
hay que seguir. Que el camino no se detiene, y la vida menos.
Muchas veces lo logro. Lo que he aprendido de esta dura experiencia es
que el dolor no se va porque el tiempo pasa. Se hace parte del día a día. En
ocasiones ni lo sientes porque ya te acostumbraste. Hay otras que se escabulle
en un momento inesperado y revives en un instante todo el proceso: desde la
noticia a tu reacción. Desde el momento en que no lo crees hasta que te das
cuenta que no hay más remedio que aceptar su realidad. Y lloras, porque es la
emoción por la cual fluyen los sentimientos sin más explicación que lágrimas
silenciosas.
Anteriormente, ya había perdido a personas que he amado con todo mi corazón.
Y con su adiós, fue que conocí esto de lidiar con despedidas de este tipo. Pero
hay algo muy distinto a lo que he vivido previamente. Fueron personas que se me
fueron por razones naturales y a una edad avanzada. Los disfruté, los pude ver
vivir a plenitud. Experimenté todo su amor, sus lecciones y sus errores. Todavía los extraño de un modo que también me permite dejar descansar sus almas y esperar en fe que ya no sufren.
Es esto de perder a alguien de una manera inesperada y cruel que hace
que todo sea diferente. Hay veces que la cabeza lo entiende y el corazón no.
Hay otras que el corazón acepta y es entonces la mente que se empeña en buscarle lógica. Cada día es diferente.
Y al parecer, esta semana es de las que toca derrumbarme. Por eso
lloro sin ponerme freno. Y escribo, porque es la vía aliada para sacar lo que
siento. Pero un vocabulario no da para extraer un dolor de este tipo. Creo que el
tiempo tampoco.
Es adaptación.
...
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