...
Estoy en casa de mi mamá,
su mano entre las mías. Su sonrisa llena toda la habitación, y
sorprendentemente no necesitamos palabras para comunicarnos. La siento tan
presente y tan dulce su mirada que mi corazón se llena de gozo.
Su habitación
está inundada de luz pero no molesta, por la ventana entra una brisa fresca que
mueve ligeramente las cortinas, ella sentada en su cama como siempre habla de
la falta que le hago, en un momento se pinta los labios en un gesto de
coquetería que conozco muy bien y luego se mira al espejo discretamente.
Siento
la tarde y por el balcón se cuelan algunos sonidos de los carros que pasan
cerca y una que otra conversación ininteligible. En la pared mi foto, aquella
blanco y negro que un amigo me tomara hace tantos años donde mi barba lucía
totalmente negra y aún portaba los espejuelos de concha. El tiempo se ha
detenido y por unos momentos sentimos la eternidad y no nos importa.
Sobre su
tocador algunos de los perfumes que en cada viaje compro y traigo de regalo. A
ella le gustan los más discretos, no fragancias fuertes sino aquellas apenas
perceptibles, olor a limpio dice, que no molesten a nadie. La conversación
versa sobre lo de siempre, los nietos, la vida, y su deseo tremendo de que
cuando llegue la Navidad la lleve a recorrer las calles de la ciudad y
contemplar las lucecitas que adornan las vitrinas y algunos edificios.
Esas
lucecitas, me comenta, son para ella la verdadera Navidad, la premonición del
nacimiento del niño Dios y, “¿sabes mi hijo?, me dice cuando paseamos por las
avenidas, no sé por qué este sencillo paseo me hace tan feliz que ya tu
compañía, tu conversación, el sentirte cerca se convierte en una fiesta, no
necesito más”.
Paseamos siempre por las mismas calles y parece no darse cuenta,
o se hace la que no se da cuenta, lo importante es mi cercanía, el escuchar mi
voz conversando de cualquier tema, haciéndole sentir menos la soledad, vencer
el desafío de los años.
Algunas veces me habla sin pausas, como queriendo
compartir todos sus secretos, otras guarda silencio y yo lo respeto y en
silencio, sagrado silencio, atravesamos la ciudad de Santo Domingo yendo a
ninguna parte y a todas. –Freddy, la Navidad son ustedes –me dice– cada vez que
mis hijos me visitan es Navidad.
Y no la entiendo, pienso que son cosas de su
edad, de sus ochenta y ocho años, de su estar tanto tiempo confinada a una
habitación, a una casa, pero hoy que la Navidad está tan cerca, que las
lucecitas han comenzado a inundar mi ciudad, me despierto entendiéndolo todo,
repensando cada una de sus palabras y evocándola con todas mis fuerzas, y en el
silencio que llevo dentro desde su partida he comprendido que la Navidad es y
será siempre aquellos que amamos hoy, aquellos que ya no están presentes
físicamente y que evocamos permanentemente. Cuando el amor no muere, entonces
cualquier día es Navidad.
Fuente:
Celebrando la Vida - Freddy Ginebra
http://celebrandolavida.diariolibre.com/?p=189#sthash.0UcxQAu4.dpufa
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