Diariamente, artistas más artistas de aquellos que se creen artistas, me regalan serenatas y conciertos de sinfonías que me hacen olvidar la celeridad estresante que por lo general circula en cada plataforma subterránea del transporte público de la ciudad.
Y a pesar de sentirme privilegiada con cada ocasión en la que tengo la dicha de ser parte de su público, la situación me entristece. No entiendo por qué esas mentes de talentos se encuentran bajo tierra y no ante el cielo, disfrutando de la magia de éxtasis que sólo el tapiz rubí de un teatro consagra a sus discípulos.
Con toda sinceridad, los motivos pueden ser muy variantes y de cada uno, concibo una historia. A través de la imaginación, forjo novelas de tipo biografías para aunque sea así, devolverles el regalo que ellos me hacen a mí y proporcionarles un final feliz.
Yo sé que quizás no funcione y hasta se entienda como el escape de forma ingenua para pasar el rato en el Metro, pero desde siempre lo he visto así; Tanto en las ocasiones que afortunadamente he transitado en otras localidades como al presente, en la que mucho tiempo de mi agenda se vincula a su uso.
Fue llevándome de la música de los andenes que llegué hasta la siguiente estación del transporte. Su nombre es en honor a Gregorio Marañón, unos de los genios multifacéticos de España que por sus actos, su bondad y su filosofía marcó su paso ante el legado de la humanidad.
Tomar un momento para meditar y absorber sus conclusiones, representan el atraso mejor gastado en la red de rieles que hizo que ni me importara esperar minutos más la llegada del siguiente ferrocarril.
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